Se palpó los pies para saber que continuaban en su lugar, y a tientas buscó el cuerpo de ella. Debían mantenerse cerca. Permanecieron juntos, apretujados, aunque sin poder dominar el temblor. Por las rendijas de las paredes el resplandor del crepúsculo iluminaba apenas, pero era luz suficiente para reconocer la coloración azul de los labios. Martín Merino y Daniela Albornoz estaban perdidos en la cima de El Negrito, a 4.650 metros de altura.
Envueltos en un silencio perturbador, sólo interrumpido por el viento que se metía entre los resquicios, aguardaban sedientos. El agua se les había congelado apenas la sacaron de sus mochilas y, aunque estaban a salvo de la intemperie en un refugio de chapa, le temían a las bajas temperaturas en esa gigantesca montaña.
Llevaban un chocolate, cuyos cuadrados comieron uno a uno, masticándolos a conciencia. Martín intentaba mantenerse sereno porque -pensaba- contaban además con pan, fiambre, camisetas, medias, toallas y mantas de aluminio. «Eso nos iba a permitir pasar la noche», recuerda ahora. Ninguno imaginaba el operativo de rescate que ya se había tramado cuesta abajo.
Solos en una montaña remota
La travesía había comenzado el sábado 8, cuando, junto a otros expedicionarios (Dolores Albornoz -hermana de Daniela-, Mauricio Fara y Pablo Guantay), emprendieron el ascenso a uno de los picos más altos de Tafí del Valle. Los escaladores, de entre 26 y 30 años, querían hacer cumbre al día siguiente.
Con buen juicio, establecieron su campamento a medio camino, en la zona conocida como Piedra del Cóndor. Pero la densa niebla, el constante garrotillo y el hielo en el suelo les dificultaron la llegada, que se produjo al anochecer. Allí durmieron. Tenían previsto emprender el ascenso con las primeras luces del alba. Sin embargo, las cosas no salieron como las idearon. Esa noche debieron lidiar con un frío glacial.
Así, cuando el día hizo brillar el tierno rocío, uno de ellos no pudo ponerse de pie. Mauricio sentía un cansancio extremo, por lo que resolvió quedarse. En medio de la soledad cordillerana, los cuatro restantes emprendieron su marcha.
Pablo (guía de montaña) y Dolores (guardaparques) eran los únicos que antes habían escalado El Negrito. Con todo, a medio andar la joven resolvió tirar la toalla, noqueada por el efecto de la altura. El capitán del equipo no podía dejarla sola en ese macizo complicado y remoto; se quedó con ella.
«El entusiasmo por alcanzar la meta y una desafortunada desobediencia de las normas de seguridad nos llevaron a Daniela y a mí a continuar. Si bien llegamos a la cumbre, durante la vuelta nos equivocamos y acabamos perdimos», relata Martín.
Con audacia, decidieron hacer cima otra vez, puesto que arriba había un refugio que les permitiría aguardar un nuevo amanecer. Exhaustos, soportaron los rigores del segundo ascenso y al atardecer se pusieron a resguardo. Abajo, los demás se impacientaban por la ausencia.
Tras esperar un tiempo prudencial, Dolores inició entonces un arriesgado descenso para pedir ayuda, pese a los síntomas del apunamiento. Desandando en pocas horas el camino que les había tomado dos días en recorrer, a oscuras y con temperaturas bajo cero grado, llegó a la comisaría tafinista.
Empero, su esfuerzo no terminó ahí, porque escaló otra vez para guiar a los rescatistas hasta el campamento base, donde estaba Mauricio. El guía, en tanto, ya estaba camino a la cumbre en busca de sus compañeros.
«A la 1 del domingo, con los pies congelados y la respiración entrecortada, Pablo entró al refugio. Había soportado, paso a paso, una furiosa combinación de bajas marcas térmicas y de fuertes ráfagas», rememora Martín. «Se expuso a los peligros de la montaña para salvarnos», prosigue.
Cinco horas después, también arribaron al lugar el segundo jefe de Bomberos Voluntarios de Tafí del Valle, Zenón Lazarte, y el baqueano Oscar Díaz, enviados por Dolores.
Héroes anónimos
Así culminaba el rescate ejecutado por policías y bomberos de Tafí, además de integrantes del Grupo Cero. Los socorristas habían montado un operativo abanico, liderado por los comisarios Julio Vargas y Alberto Díaz. Acordaron confluir hacia el pico partiendo desde diferentes puntos, a fin de cubrir todas las sendas.
Algunos quedaron rezagados en el camino, debido a la exigencia física. Otros mantuvieron la marcha sobre un terreno escarpado, congelado y poco firme. «Arriesgaron su propia vida, demostrando una voluntad inquebrantable y una vocación de servicio más allá de todo límite», agradece Martín.
Más tarde, los socorristas les confiaron que temían que la noche los hubiera atrapado a la intemperie. De ser así, ambos habrían muerto en horas debido a la hipotermia. Finalmente, rescatistas y rescatados iniciaron el descenso a las 7.30 del lunes 10.
«No alcanzan las palabras de agradecimiento para describir el compromiso de estos verdaderos héroes anónimos, que estuvieron dispuestos a entregar su propia vida a cambio de la nuestra», concluye Martín.
La nota que aquì se reproduce fue publicada por La Gaceta de Tucumàn.
A estos loquitos no hay que permitirles caminar por los cerros si se van a andar perdiendo, pidiendo auxilio y de joda. Se salvaron de suerte, porque en definitiva están vivos y no hay ningún héroe como lo indican.