Falleció en Salta el 27 de septiembre del 2000 a las 16:30 aproximadamente; dos días antes de que pudiera cumplir los 83 años de edad.
Gustavo Leguizamón fue abogado, fiscal de Estado, legislador y profesor de Historia y Literatura en el Colegio Nacional.
Pero sobre todo fue muy amigo de sus amigos, con quienes vivió intensamente un momento especial de la historia de Salta, “cuna de músicos y poetas”, en una época edénica de las artes locales.
Entre esos creadores debe mencionarse a Manuel Castilla, José Juan Botelli, Raúl Aráoz Anzoátegui, Luis Pretti, Miguel Angel Pérez, entre otros. Con ellos quedó anclado el poeta español León Felipe, que había venido por unos días a la ciudad y terminó quedándose años. “Este valle tiene sirenas”, fue la sentencia del grandioso poeta español, tratando de huir de ellas mientras veía naufragar un nuevo intento desde lo alto del Portezuelo.
El Cuchi fue un brillante pianista pero, sobre todo, un compositor riguroso y autodidacta, de sólida formación, que innovó las formas musicales del folclore. Simultáneamente salteño hasta la médula y universal sin mencionarlo, El Cuchi fue un genio singular e irrepetible cuyas creaciones son reconocidas por músicos del mundo, como la cantante de jazz inglesa Esperanza Spalding, que se hace llamar “Cantora de Yala”, por la canción homónima del autor salteño. Epicúreo por naturaleza, no por eso dejó de participar en la vida y dramas de su pueblo.
Devoró con unción todos los placeres de nuestra cocina y de sus propias invenciones gastronómicas, donde mezclaba carnes de pescado de río con naranjas y charqui, en platos “para espíritus errabundos”, según decía.
Desmitificador, lúdicamente irrespetuoso de toda formalidad y de sí mismo, fue sin embargo un perfecto y elegante caballero criollo -muy lejano, por desgracia, a la estatua que se encuentra en El Farito-, que prefería hablar mucho de la poesía y la música ajena y muy poco de la propia. Una música que en realidad lo ha convertido en el compositor más talentoso y profundo del folclore argentino.
Su historia
Nació en la ciudad de Salta a las 11:05 de la mañana. Hijo de José María Leguizamón Todd y María Virginia Outes Tamayo. Estuvo casado con Ema O. Palermo. Tuvo cuatro hijos varones: Juan Martín, (53 años), Jose María (52 años), Delfín (50 años) y Luis Gonzalo (48 años).
Cuando tenía 20 años le comunicó a su padre que iba a estudiar Derecho, quien en cambio prefería que fuera a París para perfeccionarse. El Cuchi, no hizo caso y marchó a La Plata, donde en 1945 obtuvo el título de abogado.
No olvidaría jamás aquella estudiantina que lo llevaba a Buenos Aires a recalar en El Olimpo, un tugurio del Bajo donde se jugaba ajedrez. Allí conoció a Witold Gombrowicz, al que descubrió con unos botines rotosos pero inmensos. “El único que puede tener patas de ese tamaño -maquinó- es Ariel Ramírez”. Y acertó, porque Ramírez le había regalado los zapatos al polaco Gombrowicz.
Cantó con el coro universitario, jugó rugby y después fue profesor de historia y filosofía, Diputado Provincial y ejerció durante treinta años la abogacía, hasta que decidió abandonar. Según sus palabras: “Estoy harto de vivir en la discordia humana. Me produce una gran satisfacción ver una vieja en el mercado tarareando una música mía. Una vez venía bastante enojado con todos estos inconvenientes que tiene la vida, y un changuito (muchachito) pasó en bicicleta, silbando la Zamba del pañuelo. Entonces lo paré y le pregunté qué es lo que silba: -No sé; me gusta y por eso lo silbo-, me contestó. Ya ves, ésa es la función social de la música”.
En los años 1940, cuanto tenía algo más de 25 años, trenzó una amistad entrañable con el poeta Manuel J. Castilla, el hijo del jefe de la estación de Cerrillos, a quien en una de sus obras mayores le diría: “Padre, ya no hay nadie en la boletería”. Al Cuchi, muchas veces con letra de Castilla, le debe la música argentina y universal, zambas, chacareras, carnavalitos, vidalas inolvidables en las que habitan el amor, la tragedia, la miseria, el sarcasmo, la ternura.
Era un enamorado de la baguala (“Toda gran zamba encierra una baguala dormida: la baguala es un centro musical geopolítico de mi obra”) pero también de Johann Sebastian Bach, Gustav Mahler, Maurice Ravel, Igor Stravinsky, Arnold Schönberg y sobre todo de Beethoven, al que definió con sabiduría como “definitivo”.
Pero no se quedó ahí, también admiró a otro genio argentino, Enrique “El Mono” Villegas, y a brasileños como Chico Buarque, Milton Nascimento, Vinicius (“Las corrientes de música popular americana más importantes están en Brasil”) y el jazzista estadounidense Ellington.
Capaz de organizar en Salta primero y en Tucumán más tarde conciertos de campanarios (literalmente, pues el sonido lo proveían los bronces de las iglesias), es cierto que Leguizamón saltó sobre el pentagrama y pulsó cuerdas, digitó teclados, sopló en maderas, cobres y cuernos, como se escribió alguna vez, a pura oreja.
La prueba es que intentó también un concierto de locomotoras, fascinado por “ese instrumento musical maravilloso que tiene fácilmente dieciocho escapes de gas que son sonidos y un pito con el cual se pueden hacer maravillas, por no contar su misma marcha”. Al principio -hasta hizo fundir una quena para agregarla a la máquina-, los ferroviarios lo miraban como a un bicho (animalejo) raro. Después se entusiasmaron. Los maquinistas lo saludaban con el saludo sonoro de la locomotora, que además le enseñaron a plasmar. En tiempos del presidente argentino Arturo Illia, Gustavo Leguizamón fue diputado provincial extrapartidario y en tiempos del gobernador peronista de Salta Roberto Romero, asesor cultural de la provincia. Fue entonces cuando embistió con mayor fiereza contra una burocracia sorda que impedía importar pianos y protagonizó en la Legislatura debates memorables para propender al descongelamiento cerebral.
Capaz de respetar a Churchill tanto cuanto despreciaba a Thatcher, Malvinas fue para él una herida abierta pero no ciega, porque supo adjudicar responsabilidades cuando se preguntó por qué fuimos y no peleamos. Impensable en Buenos Aires, Leguizamón- que mascaba hojas de coca, y defendía la costumbre- fue parte del paisaje de Salta, a la que amó profundamente, desde los olores de sus yuyos (hierbas) secos hasta el aire que viene de la quebrada escondida por la cual Belgrano sorprendió a los españoles.
Se casó con Ema Palermo, teniendo cuatro hijos de ella: Juan Martín(1961), José María(1963) Delfín Galo(1965) y Luis Gonzalo(1967).
Es autor de las zambas más famosas y que representan a la cultura musical de Salta; la música popular; además de haber compuesto obras populares es un compositor que ha contribuido con su talento y su expresión al acervo cultural salteño.
Sus obras son características por su armonía y ritmo por su riqueza melódica, su temática musical. Escribió entre otras: “Zamba del Pañuelo”, “Zamba del Mar”, “Zamba del Panza Verde” con Jaime Dávalos, “Chacarera del Expediente”, “Carnavalito del Duende”, “Zamba Argamonte” con Manuel J. Castilla, “Zamba para la Viuda” con Miguel Ángel Pérez, “Bajo el azote del Sol” con (Nella Castro).
Su musicalidad y asonancia fue única y componía algunas de sus obras a la medida de la interpretación del Dúo Salteño con quien mejor acuñó las disonancias que emergían como duendes traviesos de las melodías. Su simpatía y espontaneidad (ocurrencias) brotaban a borbotones en la cotidianeidad Salteña.
Ganó numerosos premios por su labor artística: Premio SADAIC, Premio Fondo Nacional de la Artes. Compuso una obra que Virtú Maragno la estrenara con la Orquesta Sinfónica de Santa Fe, es su “Preludio y Jadeo”, compuso la música para la película La redada – 1997 dirigida por Rolando Pardo) en la que además interpreta como actor a “Picaflor”.
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