Es difícil coincidir con Rodrigo de Paul. ¿Esta Selección es la mejor de la historia? ¿Cómo saberlo si todavía estamos adentro de la historia? ¿No haría falta conocer la línea de tiempo del fútbol entera, otros dos o tres milenios más, al menos, como para sacar una conclusión tan drástica?
Hace un año, la Selección demostró algo que supera cualquier tipo de debate exitista, hasta anacrónico. Esta Selección es Argentina. Es nuestra, y punto. Tapó con fútbol la grieta. La quieren los Menottistas, los Bilardistas, los Bielsistas. Todos.
Los que estuvieron mirando la final contra Francia en esas 6.300.000 y medio de TVs encendidas en el país.
La décima parte del país que salió a las calles para festejar la consagración -sí, ¡la décima parte! ¿Se lo imaginan en Noruega? ¿En Dinamarca? ¿En Francia?- y también el otro 90%.
Porque somos, en definitiva, lo que festejamos. Lo que nos identifica hasta por nuestras propias contradicciones: buena parte de los que aquella tardecita veraniega alabó a Lionel Messi estadísticamente alguna vez tuvo que haberlo puteado. Y ahí estuvieron esos conversos, yirando, alabando al diez.
Como la generación que siempre lo bancó, aun cuando lo señalaban por no cantar el Himno, por no jugar como en el Barcelona y otras tantas excusas sin sentido y que no ameritan recibir rating.
La Scaloneta nos cambió. Y el Mundial la cambió a ella. Nada fue igual después del 18D. Ni para Messi, elevado al status de Maradona. Pero tampoco para sus compañeros de troup.
Emiliano Martínez pasó de ser un desconocido internacional al (indiscutido) mejor arquero del planeta. Y no existe exageración: así como alguna vez un monstruo como Shaquille O’Neal forzó cambios de reglas en la NBA, Dibu inspiró a la IFAB durante 2023 para que legislara la interacción entre arquero y pateador en los penales.
Pero Dibu es Dibu por algo más que un “mirá que te como” o una charlita de intimidación a Tchouaméni. Es el héroe que hizo que otros chicos quisieran ser arqueros. Es un superhéroe, no un Dios. Y por eso se ponen su traje. Para ir a la cancha o jugar un picado en la plaza visten la remera “Verde atajada Kolo Muani” o la roja “Penales contra Holanda”.
Un gigante que alcanzó, ya en 2023, la marca de minutos invicto consecutivos en el arco de la Mayor (752’)…
Un partido que cambió a todos
Cambió a todos, Qatar. A la inversa de lo que ocurre con la moneda argentina, buena parte de los jugadores se revalorizaron en el último año. Enzo Fernández fue un pleno en la apuesta que hizo el Benfica y se convirtió en el jugador mejor valuado en la historia de nuestro país: Chelsea pagó € 121 millones.
Pero otros acompañaron esa lógica de mercado: la cotización de Nahuel Molina -al que Messi vio entre tantas piernas para el primero contra Países Bajos- creció en un ¡177%! según el sitio especializado Transfermarkt.
Y lo siguen otros ilustres: Julián Álvarez, el mimado de Pep Guardiola que ganó la Champions, subiendo su precio en euros un 150%; Exequiel Palacios, ensamblado en el Bayer Leverkusen (133%), el Alexis MacAllister al que Jürgen Klopp pidió para el Liverpool y ya dobló su valor…
Pero el título en Lusail a la vez tuvo un impacto mucho más profundo. Impensado. ¿Acaso alguien imaginaba a un símbolo canaya siendo alabado en la cancha de Newell’s? Ángel Di María ni lo soñaba. Pero lo experimentó al saltar a la cancha en la noche de la despedida de su amigo Maxi Rodríguez.
Una señal de madurez, de sentido de pertenencia de una Selección Argentina que trasciende todo gusto futbolero y sedujo transversalmente a todas las edades.
Esta Selección regaló imágenes de todo tipo. Románticas, como aquel beso en el semáforo de la 9 de Julio.
Conmovedoras, como el fana que le regaló su camiseta a un cartonero para que pudiera festejar de albiceleste. Emotivas, como padres, hijos y abuelos celebrando juntos.
Y hasta bizarras como el Tula tocando el bombo en París después de ganar el The Best al mejor aliento -en representación del hincha argento- y convidándole después la percusión a Gianni Infantino en un cocktail de gala.
Pero lo positivo en todo esto es que la Selección no quedó en Qatar. Siguió en un nivel de competitividad altísimo, el que siempre destacó su entrenador Lionel Scaloni -¡un deté con consenso en el país de los técnicos!- y que sostuvo aun siendo un ganador. No pecó. No cayó en la tentación del sommier de laureles.
Siguió. Y ganó una y otra vez por las Eliminatorias, más allá del tropiezo frente a Uruguay.
Venció a Brasil en el Maracaná y le propinó su primera derrota en procesos clasificatorios. Y peor: profundizó una crisis en el Scratch. La misma que había empezado a dejar en evidencia con el triunfo en la Copa América 2021.
Es ahí donde está quizás el gran secreto de la Scaloneta. Y por qué nos sigue representando a un año. Porque si bien todavía nos divierte ver a De Paul con el pelo multicolor, nos gusta mucho más cómo juega los partidos dejando la vida.
Porque más allá de que entendimos por qué Cuti Romero y Otamendi les festejaron el triunfo en la cara a los neerlandeses, nos identifica mucho más cómo arriesgan la piel hasta en los amistosos.
Porque incluso cuando le pedimos a Dibu que baile como después de sus atajadas en las series o nos reímos cuando atajó el muñequito de Mbappé en plena caravana de festejo, en realidad nos emocionan tanto sus atajadas como el sollozo al escuchar el Muchachos cantado por 85 mil personas. O por 40 millones. O por nuestros hijos, hermanos o nietos. Y no podemos no prendernos, de algún modo.
Porque ese hit nos retrotrae a un año atrás. Al momento exacto en el que todo comenzó. En el que la Selección ganó el Mundial. ¿La mejor de la historia? Quizás: lo dirá el tiempo. Pero sí la que nos unió a todos hace un año.